
Hubo un tiempo, no tan lejano aunque hoy parezca parte de otra era, en el que la selección argentina se debatía entre frustraciones e intentos fallidos. Lionel Messi era, sí, el mejor del mundo en Barcelona, pero en la albiceleste no lograba ser el mismo. Faltaban conexiones, sociedades, continuidad. El fútbol fluía a ráfagas, con momentos de lucidez entre él, Di María y algún socio ocasional como Agüero o Higuaín. El resto era espesura. Alejandro Sabella logró cierto orden, pero fue Lionel Scaloni, desde 2019, quien cambió el paradigma.
Lo que antes era una búsqueda desesperada de funcionamiento se transformó en una idea reconocible: la selección del pase. Un equipo que se mueve con la pelota, que entiende el juego como un sistema de apoyos, triangulaciones y circulación, no como una colección de individualidades. Y aunque Messi ya no necesita tocar todas las pelotas para que Argentina juegue bien, el ADN que lo hizo grande parece haber contaminado al grupo entero.
La evolución fue paulatina. El equipo que ganó la Copa América 2021 no era aún el que tocó el cielo en Qatar 2022. Pero ya había algo que se intuía, una certeza en formación. Hoy, con la Finalissima ganada y otra Copa América en el bolsillo, ya es una marca registrada: Argentina ataca con el pase. No hay pelotazos, hay lanzamientos. No hay despejes al azar, hay decisiones pensadas. Hasta cuando juega largo, lo hace con intención.
Ante Chile, por las Eliminatorias rumbo al Mundial 2026, esa identidad volvió a quedar clara. El gol de Julián Álvarez fue apenas una muestra más: 9 pases hilvanados desde la recuperación de Palacios hasta la definición. Todo nació de una presión, siguió con apoyos y cambios de orientación, y terminó con un pase vertical que rompió líneas. Un mapa que resume el plan de Scaloni: todos tocan, todos piensan, todos corren.
Pero no se trata solo de tocar por tocar. La precisión en los pases roza el 91%, una cifra altísima en el fútbol de selecciones. Y en ese contexto, incluso Messi puede parecer invisible. Jugó 33 minutos frente a Chile, dio apenas 16 pases… y sin embargo su sola presencia ordena, atrae, habilita. Su influencia hoy es menos cuantitativa y más conceptual: todos los que lo rodean crecieron viendo cómo jugaba. Ahora lo replican, lo entienden, lo prolongan.
La estadística es contundente: 26 secuencias de 10 o más pases ante Chile. Para ponerlo en perspectiva, Argentinos Juniors —el equipo con más secuencias de este tipo en el último torneo local— promediaba apenas 11,5 por partido. Y no es que Argentina toque para lateralizar, como lo hacía un Boca sin rumbo. Aquí los pases son herramientas para avanzar, para abrir grietas, para encontrar el hueco entre líneas.
En esta selección los centrales también juegan. Cuti Romero dio 106 pases en Santiago y tocó la pelota 127 veces. Lo siguieron De Paul, Palacios, Balerdi. Desde el fondo nace la construcción, pero también desde ahí se rompe la monotonía. Un pase filtrado, un cambio de frente, un movimiento sin balón: cada elemento está sincronizado. No hay pases sin sentido. Cada uno es parte de un plan.
Por eso, cuando Argentina no genera muchas ocasiones —como ocurrió ante Chile, con apenas seis chances de gol—, no hay pánico. El juego sigue, el pase sigue. Se duerme al rival, se duerme al espectador… y de repente, un estallido. Como el pase de Messi a Simeone que casi termina en el 2-0. Como el lanzamiento de Cuti para dejarlo solo unos minutos antes. Todo puede pasar cuando se domina el ritmo del partido con la pelota en los pies.
Argentina se convirtió en una selección de «todocampistas»: jugadores que antes eran enganches, interiores, extremos, pero que hoy entienden todos los roles. De Paul, Enzo, Lo Celso, Mac Allister, Almada, Nico Paz, Mastantuono… todos saben tocar, recibir, desmarcarse. Y cuando los delanteros se suman al engranaje —Lautaro, Julián, Simeone— se produce algo difícil de contener: un equipo que juega al ritmo de sí mismo.
Al final, lo esencial no es quién da el pase. Lo esencial es que siempre hay alguien para recibirlo.